domingo, 13 de abril de 2014

Las cifras de la vergüenza

De nuevo nos dicen que el número de denuncias por violencia de género ha decrecido. Se trata de un dato que bien pudiera ser positivo si se correspondiese con un decrecimiento proporcional del número diario de personas que la sufren. Pero los otros datos, los de las muertes, nos dan cifras todavía más alarmantes que las que nos sonrojaron en años precedentes. Tanto es así que desde 2004 no se registraban cifras tan trágicas en un inicio de año como las cuantificadas en el primer trimestre de 2014. Así, mientras que en 2013 morían 54 mujeres a manos de sus parejas, en los tres primeros meses de este año el número de asesinadas ascendía ya a 21. No obstante, el número de denuncias que se situó en 342 diarias, según las estadísticas, ha descendido. En 2013, este decreció en un 2,8 por ciento; pero como se puede comprobar atendiendo a los otros datos, solo once de las 54 asesinadas en 2013 había presentado denuncia; al igual que solo seis de las 21 asesinadas hasta la fecha en 2014 había hecho lo esperable. Pero, pese a que España fue pionera hace diez años en la implantación de una Ley contra la Violencia de Género, lo cierto es que las víctimas de esta lacra son también víctimas de un sistema que se escuda en la crisis para restar eficacia a la lucha y ello hace que la sensación de desprotección sea atroz. Desde la aprobación de dicha ley, que actualmente se está revisando, se han producido en España 658 asesinatos, pero es que, además, el Ministerio del Interior estimó el pasado febrero que, en un país en el que en 2013 residían 23.933.397 mujeres, un total de 15.499 están en riesgo de sufrir violencia de género.

Es por ello que no solo es preciso revisar la norma, que según se avanza mejorará, entre otras cuestiones, el protocolo para determinar si la denunciante está en riesgo de sufrir nuevas agresiones y otorgará mayor poder a los juzgados, sino que también es urgente proveer de recursos suficientes a todos los agentes que intervienen en este tipo de procesos, a fin de garantizar la protección integral de la víctima y de las personas a su cargo. De lo contrario, seguirá incrementándose el número de personas que renuncian a seguir adelante con el proceso, un número que en 2013 se situó en 15.300 personas, lo que equivale al 12, 25 por ciento de los iniciados. No hay que olvidar, en este sentido, el hecho de que dada la actual situación, que dificulta todavía más el acceso al mercado laboral, hay quienes prefieren mantener una situación que, en cierto modo, consideran controlada a poner en riesgo la manutención de sus hijos. Y este miedo es también algo a atajar.

Es menester, además, hacer examen de conciencia cuando se alude a situaciones controladas, dado que buena parte de las víctimas ha crecido en entornos a partir de los que han ido interiorizando que los comportamientos de sumisión son los adecuados para evitar enojos y para garantizar la buena marcha de una relación. De hecho, a día de hoy todavía hay quienes responsabilizan principalmente a la mujer del bienestar de una pareja, animándola a reproducir acciones que nos escandalizan cuando las vemos plasmadas en papel pero que, a fin de cuentas, secundamos con frases hechas y con nuestro propio comportamiento. De este modo, la víctima llega a cuestionarse y, rota su autoestima, busca hallar en sí misma y en sus errores las claves que la han llevado a la situación de terror en la que vive.

A ello contribuyen las rémoras que arrastramos de una época en la que la mujer necesitaba de la autorización del marido para casi todo. Una época en la que, además, el matrimonio y la maternidad eran las únicas metas a las que aspirar y, por tanto, las únicas a proteger. No obstante, de ese germen de desigualdad surgió una generación nueva, una generación que clamó por la equiparación de derechos y obligaciones y por el compañerismo. El compromiso era, pues real, puesto que se creía en el amor mientras durase, en lugar de en un "hasta que la muerte nos separe". Pero, pese a lo ilusionantes que se presentaban los ochenta y a la insistencia en la educación en el respeto y en la igualdad, lo cierto es que a día de hoy manejamos otros datos que, sumados a los ya mencionados, resultan realmente desesperanzadores: se ha incrementado en un 4,8 por ciento el número de menores denunciados por violencia de género y se decretaron medidas contra 133 de los 151 encausados. Un vistazo por las redes sociales permite ver cómo los seres humanos se denigran entre sí y cómo dichas actitudes son socialmente aceptadas.

Algo, por tanto, seguimos haciendo mal.

En todo caso, en los órganos competentes en el ámbito de la violencia de género (Juzgados de Violencia sobre la Mujer, Juzgados de lo Penal y Audiencias Provinciales) se dictaron en 2013 un total de 47.144 sentencias, de las que un 60 por ciento fueron condenatorias y esta cifra también merece un análisis. Puede ser que haya casos en los que un culpable haya sido exonerado por falta de pruebas, pero también es cierto que hay quienes presentan denuncias falsas. Y esta es otra de las cuestiones que deben avergonzar a una sociedad que aspira a avanzar, pues esta irresponsabilidad no daña solo al culpado que, pese a la absolución, siempre quedará en entredicho, sino que dificulta la lucha contra la violencia de género real. Ante el descrédito propiciado por los comportamientos de quienes decían ser víctimas, las que sí sufren esta lacra son nuevamente agredidas por un sistema que les exige demostrar con contundencia un sufrimiento que ni ellas mismas quieren reconocer que padecen. No en vano, no todas las denuncias proceden de ellas, sino que en muchos casos son presentadas a partir de la intervención directa de la Policía (un 14,6 por ciento del total) o a partir de partes de lesiones (el 11,5 por ciento), según datos del Observatorio de la Violencia Doméstica y de Género, adscrito al Consejo General de Poder Judicial, relativos a 2013.

La lucha, por tanto, ha de centrarse tanto en la educación global como en la dotación de recursos para proteger, amparar y castigar; y, por supuesto, también en la persecución de quienes se valen del sistema para sus propios fines, denunciando crímenes cobardes de los que no han sido objeto, puesto que, pese a la reducción del número de denuncias, el terror cotidiano en el hogar sigue siendo un hecho en demasiados hogares.