domingo, 8 de marzo de 2015

8 de marzo de 2015 y aun no estamos para fiestas

El día de la mujer no significa fiesta, sino tiempo para la reflexión, para definir estrategias y para establecer deberes, pues, pese a que en esta jornada se reconoce la labor de cuantas nos precedieron, dejándose la piel en intentar llevar al terreno de lo real el sueño de la igualdad, lo cierto es que la coyuntura actual dista bastante de ser óptima. El legado, cierto, tiene un valor incalculable, pero la labor ha de tener continuidad y esto depende de nosotras, de las que hoy quisiéramos celebrar y aun no podemos, de las que celebran sin saber que la lucha aun no ha terminado y de las que se conforman, de las que no cuestionan o de las que desconocen qué hay detrás de su supuesto "confort" actual. Y es que, lamentablemente, hay miles de conciencias adormecidas en un contexto en el que la desigualdad continúa enquistada. 

Es por ello que el día de la mujer, además de ser un reconocimiento a nuestras antepasadas y a su denuedo, ha de servir de acicate para ampliar nuestro campo de análisis e impulsarnos a la batalla, pues, en un mundo globalizado, no se pueden obviar las noticias espeluznantes que nos llegan de otros países, regiones, culturas o religiones; pero tampoco se puede desviar la mirada cuando la desigualdad se apodera de nuestro día a día, de nuestra economía, de nuestra sociedad. Puede incluso que la veamos en nuestra calle, en nuestro portal, en nuestra casa y que, si su magnitud no implica muerte, seamos incapaces de identificarla; pero lo cierto es que está ahí, en cada actitud al servicio del equívoco, que se vale de la reiteración para empequeñecer el ámbito de la palabra derecho hasta que confundimos lo que moralmente nos pertenece con una concesión o un privilegio. 

A día de hoy, insisto, no toca festejar, sino batallar, reclamar, conquistar y aniquilar cuantas consignas, aparentemente inocuas, nos sumergen en la desigualdad. Su tibieza y la repetición son, a fin de cuentas, las estrategias que la llevan al éxito: a nuestro bautismo y a nuestra comunión con una coyuntura perversamente machista que, de no reconocer y de no enfrentar, acabaremos por asumir, alimentar y perpetuar.