jueves, 29 de mayo de 2008

Finales felices

El muchacho miró a la muchacha y se juraron amor eterno para todo el día. Después, caminaron juntos y cuando anocheció durmieron el uno al lado del otro, unidos por sueños separados que les hicieron crecer.
Por la mañana, al despertar, él la miró y le dijo:
-Te querré siempre, durante todo mi día.
-Yo también te querré -contestó ella-, hasta que deje de hacerlo.
Felices, pararon así las semanas, los meses y los años, prometiéndose finales cercanos cada vez que despertaban.
-Hasta que el día nos separe -se decían todas las mañanas.
Pero hubo un despertar, uno cualquiera, en el que se miraron a los ojos y se dieron cuenta de que los dos habían soñado lo mismo. Aquella mañana no se dijeron nada.
Fue un día muy triste para ambos. Pero únicamente un día. El resto de los de sus vidas, ya no se echaron de menos.




martes, 27 de mayo de 2008

¿NO HAY FORMA DE DETENER ESTA LOCURA?

El padre y la madre, de un bebé de cuatro meses han sido detenidos por causar varias fracturas al pequeño, que permanece ingresado en el Hospital de Valladolid.

La violencia en el puesto de trabajo, física o psicológica, ha alcanzado dimensiones mundiales, rebasando fronteras, entornos de trabajo y grupos profesionales.

Un hombre maltrata a una mujer, porque esta le quita el mando de la televisión.

Golpes de soldados yanquis dañaron la espina dorsal de un reo en la base de Guantánamo.

El Cuerpo Nacional de Policía detuvo ayer a 31 agentes de la policía local de Coslada acusados de extorsión.

Un sacerdote de 71 años, acusado de decenas de casos de abuso sexual de menores en Estados Unidos fue arrestado ayer por la violación repetida de un niño de seis años.

Una mujer de 46 años ha fallecido en Arganda del Rey a consecuencia de múltiples heridas producidas por arma blanca por su marido que se ha declarado autor del homicidio.

Hay niños que desde pequeños insultan a los padres y aprenden a controlarlos con sus exigencias, hasta convertirse en una pesadilla para ellos. Cuando crecen, los casos más graves pueden llegar a la agresión física.

Cerca de 100.000 niños maltratan a sus compañeros de colegio.

¿A nadie le da miedo esta situación a la que estamos llegando?

¿De verdad que nuestra inteligencia no nos da para encontrar una solución o no queremos?

No nos damos cuenta, que nuestra propia violencia, esta sembrada por el mundo, somos violentos en el trabajo, y procuramos exprimir al de al lado.

Somos violentos cuando conducimos y a la mínima nos ponemos como fieras.

Somos violentos cuando vamos a ver un juego, si nuestro equipo no gana.

No hay un solo día en que no veamos una noticia espeluznante que nos haga pensar que estamos perdiendo el “SER”, eso que se lleva dentro y que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos, comprensivos, misericordiosos, buenas personas dignos de ser llamados humanos.

Si no nos concienciamos, nos comeremos vivos unos a otros…ya hemos comenzado.

jueves, 22 de mayo de 2008

Cuando las víctimas son ellos.....

La violencia machista es una de las lacras del siglo pasado y del actual. Eso lo sabemos todos, porque cada semana el número de mujeres asesinadas por sus parejas se ve incrementado. La solución pasa por una buena educación, en eso estamos de acuerdo todos, creo yo, no??
Yo creo que una de las causas de este tipo de violencia es que algunos hombres no son capaces de asumir que las mujeres somos independientes social y económicamente.
Pero que pasa cuando las víctimas son ellos? Cuales son las causas?
Según un estudio reciente hecho en Estados Unidos "Entre los hombres entre 18 y 54 años, un 14,2 por ciento dijo que había sufrido violencia por parte de su pareja en los últimos 5 años, mientras que un 6,1 denunciaron haber sido víctimas en el último año".
Es suficiente una buena educación? Que pasa con la violencia hacia niños y bebés que son maltratados física y psicológicamente, violados............??
Os dejo más información sobre el estudio del que os hablo aquí.

lunes, 12 de mayo de 2008

LAS RAICES DEL MAL. NOTAS SOBRE VIOLENCIA DE GÉNERO

[Presento para vuestra valoración este primer borrador de un texto al que le queda mucho por madurar, escuchar y contrastar. Espero vuestras opiniones. Gracias.]

0.
Indiferentes al endurecimiento de las leyes, a las campañas de sensibilización, a las manifestaciones de repulsa ciudadana o al aumento de las dotaciones y la especialización de policías, fiscales y jueces, la pesadilla de la violencia machista prosigue imperturbable, arrojando día sí y día también cadáveres de mujeres asesinadas a los titulares de prensa, sin que nada ni nadie parezca arrojarnos una luz definitiva sobre cómo comprender y afrontar este infernal ciclo de violencia homicida.

¿Estamos abordando el problema desde la perspectiva correcta? A estas alturas, ya va siendo hora de reconocer que no. Y que nuestro estupor y nuestra parálisis tienen un coste insoportable y creciente en sufrimiento y vidas humanas. Que nuestra impotencia es tan letal, y a largo plazo tan culposa, como la violencia de los asesinos, porque, para colmo de nuestra vergüenza, la cronificación del problema va relegándolo a las páginas interiores de los periódicos y la letra pequeña del discurso político, abriendo el camino para que cifras insoportables de este caudal oceánico de sufrimiento humano acaben siendo asumidas por la sociedad con la misma impasible naturalidad con que se asumen las bárbaras cifras de mortalidad en las carreteras o los tajos.

Decenas de mujeres (y en muchas ocasiones, también hombres, niños y niñas) mueren cada año de forma brutal a manos de agresores machistas. Otros muchos miles viven en un infierno de humillación, miedo y violencia encerrados en la miriada de pequeños, pero desmesuradamente horripilantes Guantánamos diseminados por nuestros pueblos y ciudades, en nuestros barrios, en nuestro mismo portal, en nuestro mismo patio de vecinos. La sociedad cierra los ojos o mira a otra parte, pero este holocausto cotidianizado impugna de raíz y por entero nuestro Estado de Derecho, incapaz de salvaguardar la vida y los derechos fundamentales de decenas de miles de sus ciudadanos.

Resulta más que evidente que hay que cambiar de paradigma. Una opción es dejar atrás toda hipocresía y reconocer de una vez por todas que los padecimientos y la vida de las decenas de miles de personas atacadas por esta plaga infame nos importan un rábano. La otra es asumir de una vez que es intolerable que, mientras tan cerca de nosotros (a veces, tan sólo los escasos centímetros del tabique que separa pisos contiguos) una conciudadana, o un completo núcleo familiar, viven en condiciones de esclavitud y tortura bajo la arbitraria brutalidad de un monstruoso nazismo doméstico, el resto de nosotros disfrutemos de nuestra libertad y apacigüemos nuestras conciencias confiando en el efecto de los melifluos discursos de los responsables políticos y las seguramente bienintencionadas, pero absolutamente ineficaces y ridículas iniciativas de las instituciones o los medios de comunicación.

1.
En sociedades tan complejas como la nuestra, son muy pocos los problemas que podemos abordar desde una perspectiva restringida a un restringido puñado de cifras, datos y causas aislados de su intrincado contexto. Hay que ampliar el campo hasta abrir nuestra comprensión a la naturaleza de procesos amplios, dotados de muchísimas facetas y sujetos a una miriada de condicionantes que se interrelacionan de una forma a veces sútil, subterránea, como subterráneas son las fuentes de las que mana el combustible que alimenta el horror de los campos de exterminio domésticos

Por ejemplo, rara vez se repara, y menos aún se pone el acento, en las posibles conexiones secretas que entrelazan este horror sangriento y brutal con la superficie límpida y brillante de la macroeconomía. Conocemos bien los efectos macroeconómicos y geopolíticos de aquel sistema económico que, con notable fortuna, la analista canadiense Naomi Klein ha bautizado como "capitalismo del desastre", un capitalismo en el que el ilimitado sufrimiento de muchos se ha convertido en una inagotable fuente de provecho para unos cuantos. Menos sabemos, porque mucho menos se habla, de los efectos de esta forma monstruosa de negocio en los individuos, en las relaciones interpersonales y familiares, en las estructuras éticas y culturales que de forma a veces inasible circulan a la vez que modifican las estructuras elementales de la convivencia social.

Pero... ¿no tendrá esta epidemia de nazismo doméstico algo que ver con ese sistema económico brutal, basado en una insaciable tendencia a la precariedad del empleo, la reducción de la renta de los trabajadores, el endurecimiento de las formas productivas y disciplinarias del trabajo, la corrosiva inseguridad en todos los planos de la existencia? ¿No nos permitiría este enfoque, además, una visión de conjunto que revelase las íntimas interrelaciones entre la violencia de género con las violencias, idénticamente crecientes, contra la infancia, contra los ancianos, contra las minorías sexuales o étnicas? ¿No entrelazaría en un mismo contínuo, en una misma deriva social, las violencias acontecidas en el hogar con las que simultáneamente se multiplican en los centros de trabajo, en los hospitales, en las escuelas y en los institutos o en los estadios de fútbol?

Claro que asusta abordar esta perspectiva. Pero cabe preguntarse si, pese al enorme reto intelectual, ético y político que nos plantea, es preferible seguir aferrandonos a esas anémicas y simplificadoras argumentaciones sobre el machismo residual de nuestras sociedades o el efecto perverso de la sobrecarga informativa de los medios de masas, mientras seguimos asistiendo a la vez pasmados y estremecidos a los sucesivos capítulos de esta masacre interminable.

Creo que no. Miremos de frente al problema. Miremos de frente a una sociedad sometida a un insoportable sufrimiento psíquico, cuya fuente principal es de naturaleza económica y colectiva, que de forma tan cotidiana como concienzuda exprime la capacidad productiva de los individuos a la vez que destroza su salud mental, abocándolos a la insatisfacción, la melancolía o, en los casos más extremos, la violencia. Miremos de frente la experiencia cotidiana del miedo y la humillación que se vive en los tajos, cuando las jornadas de trabajo se alargan indefinida y arbitrariamente, los sueldos ya de miseria son permanentemente renegociables a la baja y cualquier contrato de trabajo puede darse por extinguido sin previo aviso al final de la jornada por unos patronos que gracias a las sucesivas reformas laborales, las empresas de trabajo temporal y la completa inoperancia de los sindicatos y el Estado, han recuperado cuotas y formas de poder que poco tienen que envidiar a las del más siniestro feudalismo. Miremos de frente al empequeñecimiento o la extinción de la conciencia y los lazos de solidaridad de los que en otro tiempo se dotó, con enorme esfuerzo, la clase trabajadora. Miremos de frente la alienación embrutecedora de los medios de entretenimiento de masas, del consumo y el ocio programados que, sostenidos materialmente en las tecnologías más avanzadas, promueven hasta la extenuación estilos de vida y contenidos culturales y morales toscos, retrógrados e imbecilizantes.

¿Es posible que sea este sufrimiento generalizado, provocado por la penuria económica, por las condiciones laborales y el fantasma del desempleo, por la humillación, el miedo y la rabia contenida como interminables correlatos subyacentes a la jornada de trabajo, la fuente primigenia, estructural e inagotable de todas las violencias que luego se redistribuyen por el espacio social más allá de los límites del tajo, cuando una miriada de sujetos explotados y vejados son liberados al término de su jornada laboral con toda su frustración y su ira a cuestas, sin herramientas ni habilidades sociales o culturales que les permitan albergar la menor expectativa de cambio en sus penosas situaciones?

A diferencia de lo que ocurre con aquellas otras explicaciones coyunturales y monocausales que ya se han revelado como absolutamente inútiles a la hora de abordar este problema, no es fácil respaldar este enfoque multicausal y polifacético con datos estadísticos, aparentemente distantes y disímiles. Pero algunas cifras pueden resultar esclarecedoras.

Una de ellas es la escalofriante cantidad de 300.000 prostitutas que prestan hoy sus servicios en España y la progresiva juvenilización de su clientela. ¿Qué espeluznante degradación de los lazos afectivos y sexuales puede llevar a tantos millones de hombres españoles, muchos de ellos en plena juventud, a recurrir al afecto y el placer de pago? No se confunda este argumento con las mohosas moralinas de un catolicismo institucional que, a fin de cuentas, ha aportado una tradicionalmente fiel y generosa clientela al negocio del sexo. Al contrario, remite a una pérdida de la habilidad de seducir y la capacidad de dar y recibir placer entre individuos adultos y libres que, si con algo es contradictorio, es con el espíritu de emancipación afectivo-sexual que caracterizó ese histórico 1968 del que ahora se conmemora, con toda razón lánguida y melancólicamente, el cuadragésimo aniversario. Esa emancipación es hoy apenas un recurso a disposición de los publicistas y los guionistas televisivos, mientras los estratos mayoritarios de la sociedad permanecen estacionados en formas afectivo-sexuales pacatas y retrógradas. Quizás ese crecimiento elefantiásico del negocio del sexo expresa el igualmente creciente diferencial entre, por un lado, ese inagotable y omnipresente erotismo sugerido por los medios de masas o los escaparates comerciales y, por otro, las posibilidades reales de seducción y goce de individuos aplastados por jornadas de trabajo de 50, 60, 70 o más horas semanales y embrutecidos por una cultura primaria, triste y pobretona, siempre subsidiaria del frenético consumo material, y por unos lazos interpersonales fragilizados y descapitalizados hasta reducirse a poco más que comportamientos de consumo en grupo, ausentes de todo intercambio intelectual o compromiso ético cualificados.

Otra cifra interesante es la del creciente y desmesurado consumo de fármacos -analgésicos, opiaceos, ansiolíticos- destinados a la reducción de un estrés y una desazón que dejaron ya muy atrás de ser un poblema individual para convertirse en una auténtica patología colectiva, que no puede sino explicarse a partir de causalidades igualmente colectivas. Pero el caudal del tsunami de la violencia estructural es de tal magnitud que ni toda esa farmacopea legal -a cuyo consumo debe sumarse el recurso cada vez más extendido al de las nuevas drogas ilegales cada vez más potentes, del tipo del MDMA o la ketamina- logra reducir toda la agresividad que produce como efecto-rebote en los individuos que la padecen, y de la que se convierten en víctimas cuantos, en el entorno del agresor, carecen de la posibilidad de defenderse.

2.
Desde esta perspectiva, la explicación de la epidemia de nazismo doméstico basada en una problemática pervivencia del machismo residual queda descartada por parcial o insuficiente. Sin negar que ese sustrato de machismo se reavive a causa de una violencia estructural novedosamente omnímoda e irrestricta, debemos buscar explicaciones más complejas y abarcadoras. Quizás, la de nuevas divisiones de clase entre "víctimas fuertes" y "víctimas débiles" parecidas a las que podemos encontrar, por ejemplo, en los presidios, o en los momentos de pánico y tribulación que siguen a las grandes catástrofes. Mujeres físicamente más débiles, en demasiadas ocasiones peor preparadas para afrontar las penurias de un mercado laboral que además se rige por normas que reducen sus salarios y acentúan su dependencia de unidades familiares que nada preservan de su trasfondo afectivo-sexual y han quedado reducidas a poco más que unidades de supervivencia material para uno o ambos de sus componentes adultos y para la progenie, que se convierten en la sub-clase que, con su dominación afectiva y sexual y, llegados al cabo del problema, con su transformación en víctimas reparatorias individualizadas de la violencia estructural generada y padecida colectivamente, sacia a partir de las ocho de la tarde o durante el fin de semana la frustración, la desesperanza y la necesidad de autoafirmación de hombres explotados como animales de carga (o, por el contrario, sometidos a la devastadora experiencia del desempleo prolongado) y a los que se ha privado de una educación sexual, afectiva, humanística y política que les permita vislumbrar otros horizontes, construir otras alternativas (y, evidentemente, no hay que confundir esa educación con la mera y por lo general breve capacitación profesional que ofrecen las instituciones de enseñanza secundarias y superiores). Pero este papel no es privativo de la mujer en nuestra sociedad. Lo comparten, de modo igualmente creciente, las minorías sexuales y étnicas, los niños o los ancianos. El mismo nazismo doméstico se ejerce, no sólo sobre la mujer, sino sobre el conjunto de la unidad familiar, extendiéndose en ocasiones sus amenazas y su violencia fuera de sus límites hasta alcanzar a la familia y el resto del círculo afectivo de la mujer. Y encuentra el mejor acomodo social en conductas grupales tan extendidas como el acoso laboral y escolar, el hooliganismo futbolístico, el escuadrismo de los grupos xenófobos, más o menos estructurados e ideologizados, o el pandillerismo tribalizado de las subculturas delincuenciales.

Esta propuesta analítica del fenómeno de la violencia de género será sin duda impugnada en virtud de ese supuesto interclasismo del fenómeno al que a menudo aluden algunos expertos y estadísticas. Sin duda es imprescindible para el pensamiento domesticado aferrarse a las excepciones que denieguen esa verdad de Perogrullo que cualquier trabajador social, fiscal o policía (o nuestra propia y dolorosa experiencia personal) nos puede desvelar: que la violencia de género es ante todo y sobre todo una violencia de clase entre clases explotadas y desposeídas de seguridad económica y desarrollo intelectual, de madurez afectiva y libertad sexual, que reproduce a escala familiar las formas de sociabilidad degradas a relaciones de fuerza y dominio propias de las áreas de exclusión social extrema, las "zonas Mad Max" que se multiplican en las ubicuas periferias del capitalismo contemporáneo, pero también y cada vez más en los centros de trabajo o de enseñanza y con las propuestas políticas autoritarias, belicistas y racistas que ganan progresivamente cuotas de hegemonía cultural y representación electoral.

Sin duda, es más fácil seguir pergeñando inútiles campañas de sensibilización o endurecimientos de la legislación que bien poco afectan al comportamiento de los agresores. Porque para la alternativa que aquí se plantea, el alivio de la inhumana explotación de los individuos como unidades de trabajo y consumo y el empeño en la construcción de nuevas, más ricas y emancipadoras formas de subjetividad y sociabilidad, carecemos de herramientas. Así que de momento, nos aguarda todavía mucho mirar el dedo que señala a la luna, mucho electoralismo partidario, mucha pantomima solidaria en los platós televisivos y mucho, muchísimo, infinito dolor inflingido sobre las víctimas últimas del nazismo doméstico, de los miles de presos que permanecen recluídos en los Guantánamos íntimos y cotidianos con los que tantas veces compartimos calle, portal, patio y escalera.

Es muy triste reconocerlo abiertamente. Pero nuestra impotencia, nuestra vergüenza, nuestra complicidad silenciosa, como el horror que las provoca, van para largo.

Marat

miércoles, 7 de mayo de 2008

Porque era mía


Vió como salía corriendo y sabía que daría la vuelta. No importaba cuanto tiempo tardara en darse cuenta de su error. Sabía que volvería.
La vió como huía. No podía entenderlo. Le había dado siempre lo que había necesitado. En cuanto se casaron, le prometió que cuidaría siempre de ella y que jamás le faltaría nada. Dejó su trabajo por él, porque cada noche, cuando se encontraban en casa, él no hacía más que llamarle puta, le decía que seguía yendo a la oficina porque allí se ligaba a todo el que pasara por delante. Ella pensaba que la quería tanto que por eso tenía tantos celos. Nunca le dió motivos, pero él debía de amarla demasiado, se volvía loco con solo pensar en la posibilidad de perderla.
Poco a poco, fue dejando también de ver a sus amigas. A él tampoco le gustaban esas salidas. La primera vez que le puso la mano encima, pensó que se lo merecía. Aquel estofado no estaba bueno. Que clase de mujer era si ni siquiera era capaz de hacerle una buena cena a su esposo? Si, ese esposo que trabajaba de sol a sol para que a ella nunca le hiciera falta trabajar.
La segunda vez, fue también culpa suya. Era cierto que le había sonreido al chico aquel cuando le cedió el asiento en el autobús al volver de la compra de toda la semana.
Así, paliza tras paliza, ella fue desapareciendo y él haciéndose más fuerte.
Veía las noticias sobre violencia machista, pero ella sabía que no era una mujer maltratada. Él le pegaba porque se lo merecía. Simplemente quería hacer de ella una buena esposa.
Aquel día tuvo miedo y huyó, pero algo le decía que tenía que volver con él. Que iba a ser de ella? No tenía a donde ir, y sabía que en el fondo, nadie podría amarla como él. Quien iba a querela si no sabía cocinar, si iba sonriéndole por ahí a los chicos que le cedían el asiento en el autobús?
Y volvió.........
Él la vió entrar y pensó: "voy a darle una lección que nunca olvidará". A ella sólo le dió tiempo de ver aquella mirada inyectada en odio. Aquello fue lo último que vió, tras esa lección, no hubo más.
Podéis ver la entrada original aquí.

lunes, 5 de mayo de 2008

Yo, sirena en un tejado



Me enamoré de un deshollinador que utilizaba lágrimas de sirenas para limpiar chimeneas. La noche que lo conocí, me subió a lo alto de uno de sus tejados. “Para que veas las estrellas más cerca del cielo”, me dijo. Después, guardando el equilibrio para no caerme, me amó como nunca nadie lo había hecho, tan lejos del suelo que conocía que preferí quedarme flotando en aquella nube de tejas resbaladizas.
El deshollinador me confesó que, durante el día, subía hasta lo más alto de las azoteas y limpiaba con mimo las chimeneas castigadas por el uso del último dueño, entrando y saliendo de ellas como si les hiciera el amor, siempre con su cara tiznada de negro. Y por la noche hacía lo mismo, pero esta vez desde el suelo, buscando mujeres de mares poco profundos, como yo, para limpiarlas de amarguras y avivar de nuevo las llamas de su hoguera.
Yo, hasta entonces, desde que decidí casarme, sólo había sido sirena para mi marido, el gran capitán de barco que un día surcó los mares en busca de mi canto. “Hasta que la muerte nos separe”, le juré comprometiéndome con ello a que mis piernas quedarían selladas para no caminar, jamás, hacia los brazos de otro hombre.
Pero, quizás, esa muerte, la que nos separaba y daba fin a nuestro amor, llegó antes de lo esperado. Mi capitán y yo luchábamos cada día para que nuestro barco no fuese a la deriva. El deshollinador apareció justo en ese preciso momento, en plena agonía. Sentí la soledad de las sirenas al lado de mi marido y busqué a alguien que rellenara esos vacios que él fue dejando.
Tal vez, por eso, consentí que el dulce sabor de aquel nuevo hombre que se cruzaba en mi vida, de sus palabras y de su forma de amarme, me hiciese reconvertirme en sirena sólo para él. Porque las sirenas, aunque nos empeñemos, nunca dejamos de serlo. Creemos convertirnos en mujeres al ver que nuestras piernas de nuevo se mueven. Amando, pero sin saber amarnos. Y así, cambiamos de brazos, pero las piernas quedan atrapadas otra vez en una funda de remordimientos.
Aquella primera vez que el deshollinador me hizo el amor en lo alto de su de tejado, él penetró tan dentro de mí que un torbellino de fuego explotó recorriéndome entera y resquebrajando mi alma en dos partes iguales: la una, para quererle; la otra, para llorarle. Después, mi deshollinador, como si limpiara las paredes que bajaban hasta mi chimenea oxidada, lamió una gota de sudor que descendía hasta mi vientre.
―Te quiero sólo para mí ―me dijo entonces―, sin otras manos que te acaricien.
Desnuda de miedos, miré mi imagen reflejada en la llama que encendía sus ojos.
―Entonces, seré sirena sólo para ti ―contesté abrazándolo.
Desapareció por la mañana sin ni tan siquiera besarme. Cuando abrí los ojos, su olor a leña recién cortada era lo único que impregnaba el aire. A lo lejos, entre las chimeneas de otras azoteas también solitarias, el blanco de unas sábanas tendidas se dejaba mecer por el viento. Comprendí, entonces, que los sueños del deshollinador no eran únicamente míos y mi nube de tejas resbaladizas se convirtió en tormenta. En aquel instante, antes de que el diluvio enturbiara las aguas, quise volver a los brazos de mi gran capitán. Pero ya era tarde. Nuestro barco había encallado y él naufragaba en otros mares. Ya no era sirena de mar, sino sirena en un tejado solitario de donde no podía bajarme. Comenzó a llover. El techo se derrumbó y quedé atrapada bajo los escombros de mi propia ingenuidad.
Esperé la vuelta de mi deshollinador, por miedo a quedarme sola. Cada día, abrazada a los rescoldos de su ausencia, reinventaba los minutos que había pasado con él y me dejaba acariciar por mis manos que creía las suyas, hundiéndolas hasta buscarlo muy dentro de mí, avivando mi chimenea con el aire fuerte de mis gemidos. Me bañaba en su rostro tiznado de negro, en sus ojos, en su piel emigrada. Después, el placer, intenso, reinventado por su recuerdo, explotaba a golpe de contradicciones hasta morir en llanto.
Y yo que me acababa.
Esperando su regreso, empecé a guardar mis lágrimas en un tarro de cristal, para que supiera que lo amaba, una por una, dejando sólo un reguero de sal sobre mis mejillas. Y él volvió. Lo hizo cuando el frasco empezó a estar lleno, como si necesitase de mis sollozos para poder amarme. Le besé con furia, mordiéndole los labios, esa carne que había esperado hasta volverme loca. Después, me aparté de él, con aquel tarro lleno de lágrimas entre mis mano.
―¿Por qué hueles a otros mares lejanos? ―pregunté con odio.
―Porque en otros mares lejanos también hay chimeneas que limpiar.
Lloré entonces como una lluvia de ira, con más rabia que nunca, mientras me abrazaba a su cuerpo y empezaba a quitarle de la espalda las escamas incrustadas de otras mujeres de piernas selladas.
―Mi sirena ―decía él―, mi sirena…
Aquel día, volvió a subirme a los tejados del placer, con mis lágrimas aún brotando. Me quitó la funda que embalsamaba mis piernas y lamió las paredes de mi chimenea despacio, llegando a cada uno de los recovecos inexplorados por nadie, subiendo y bajando mientras bebía de mi rojo placer. No sé por cuánto tiempo permaneció allí, arrancando a jirones mi alma. Después, traspasó mi fuego sin caricias, descascarillando mis muros esmaltados hasta supurarme placer, desde muy dentro hacia mi hoguera y de nuevo hacia mi interior, acabando en una explosión que nos mantuvo unidos durante unos segundos.
Asumí que esos pocos segundos era lo único que me pertenecía de él y me acostumbré a sus idas y venidas, cada vez menos frecuentes. Hoy, como todos los días, continúo esperando a que aparezca en cualquier momento por alguna de esas azoteas de tejas resbaladizas, con este tarro de cristal entre mis manos, mientras muero a trompicones de ausencias.

viernes, 2 de mayo de 2008

Mentiras en cada escaparate...

Nos venden que la violencia de género va aparejada a la marginalidad; nos venden que el violento carece de educación, de cultura, de medios económicos; nos venden que existen príncipes azules; nos venden que la mujer ha de saber llevar una relación; nos venden que hemos de tener paciencia e ir adecuando nuestra pareja a nosotras, al modelo de familia ideal que nos venden y, por tanto, hemos asumido como óptima; nos venden, nos venden, nos venden... Y todo son mentiras.

Ninguna mujer, ningún individuo, está a salvo por hallar en su camino a una pareja pudiente, culta, de conducta irreprobable en el ámbito público; ninguna mujer, ningún individuo, ha de tener que limitar sus afanes para evitar incomodidades en su compañer@; ninguna mujer, ningún individuo, debe conformarse con alguien a medio hacer; nadie ha de comprar aquello que no necesita, por mucho que nos vendan la urgencia.

¿Quién invierte sus ahorros (su vida) para hacerse con arena en el desierto?

Lo más curioso es que todavía hay quien afirma que somos neci@s por no seguir la pauta. Y algun@s somos tan neci@s que finalmente claudicamos. Y algun@ es hasta feliz asumiendo el rol impuesto, o infeliz pensando que el fallo está en un@ mism@ por no saber llevar una relación en función de la dominancia y de la desigualdad (algo que ocurre tanto en las culturas patriarcales como en las matriarcales) que nos inculcaron desde pequeñ@s.

En nuestra mano está romper la pauta. En nuestra mano está el no juzgar a quien elige un camino alternativo al que nos han vendido como deseable, aunque a nosotr@s nos satisfaga el haber optado por él.

La presión social todavía condiciona a much@s a ése conformarse con menos a fin de no ser distint@s al común.

Trabajemos, pues, por la libertad empezando por nosotr@s mism@s sin envidiar aquello que se nos antoja ideal; desde el ámbito de lo público hasta el más violento se comporta como la pareja perfecta, atenta, cuidadosa, detallista... Dejemos que cada cual elija su camino y conminémosle a hacerlo según su criterio, y no según el impuesto socialmente. Pero démosle también la llave para alejarse cuando lo crea conveniente y tachemos el tono peyorativo con el que se pronuncia ése: "Los jóvenes de hoy en día no aguantan nada". Nadie tiene que aguantar nada.

No permitamos que nos engañen las mentiras de los escaparates, ni los sepulcros blanqueados. Sólo desde la libertad de elección podremos hablar de elección. Y sólo desde la elección serena podemos construir nuestra felicidad.