miércoles, 14 de mayo de 2014

Sobre la moción murciana relativa al embarazo en adolescentes

Hace unos días saltó la polémica al darse a conocer que, gracias a su mayoría absoluta en el Parlamento Regional, el PP de Murcia había logrado sacar adelante una moción a partir de la que se incluye a las embarazadas y a las madres jóvenes en los casos previstos para recibir educación a distancia. Hasta ahí, poco que objetar, dado que esta medida favorece que cualquier joven pueda conjugar la maternidad con sus estudios.

Se habla, en dicho documento, de la posibilidad de embarazos de riesgo, algo factible; y también parece ser que se contempla qué conlleva ser madre (aunque, en una primera búsqueda, no pude encontrar el documento original de dicha moción).

Teniendo en cuenta lo que implica la maternidad, en el caso de las mujeres trabajadoras se dispone en España de una baja por maternidad de 16 semanas (un periodo claramente inferior al establecido en otros países europeos). Sin embargo, quienes desempeñan su labor de forma autónoma han de tener en cuenta todos los condicionantes e informarse en cuanto a la percepción de prestaciones. Lo mismo ocurre en el caso de las víctimas de violencia de género, para las que se han previsto otras cuestiones.

Por tanto, no está de más que, a mayores, se establezcan ayudas para las adolescentes a fin de que puedan llevar a término su embarazo y disfrutar de su maternidad sin renunciar a su educación.

Atendiendo a lo que se hace en otras zonas del continente, la moción debería, en cualquier caso, ser más ambiciosa y dirigirse a garantizar una ampliación de los derechos de la madre y de su bebé, garantizando una protección económica de los mismos y la conciliación de la vida familiar y laboral/formativa.

De todos modos, podríamos incluso pensar que, con su moción, el PP de Murcia quiso dar un pasito en la lucha por los derechos de la mujer al querer incluir a las embarazadas adolescentes y a las madres jóvenes en los casos previstos para recibir educación a distancia. Podríamos hacerlo si no fuese porque ese pequeño avance que presumían perseguir se vio emponzoñado cuando se agregó que esta medida contribuiría a evitarles "la vergüenza de tener que ir a clase en ese estado".

Resulta indignante que, en pleno siglo XXI, en el que la maternidad parece haberse convertido en un privilegio de aquellos que económicamente sí pueden hacerle frente, haya un partido político que, pese a declararse pro vida, considere que el embarazo puede ser en algún caso calificado como una vergüenza.

Cierto es que es posible que una adolescente sea objeto de maledicencias, pues frecuentemente nos encontramos con casos de acoso en las aulas y en cualquier otro lugar. Cierto es que el cobarde que, para esconder sus fragilidades, denigra a otros aprovechará cualquier resquicio para reírse de sus congéneres. Cierto es, sí. Pero decir que, al favorecer que una embarazada disfrute de una educación a distancia, se están sentando las bases de una estrategia preventiva de dichas posibles, que no probadas, burlas es una política de mínimos.

Si dicha adolescente es objeto de escarnio, no es ella la que tiene un problema, dado que el embarazo en sí no es un problema, aunque sí puede llegar a serlo cualquier complicación aparejada al mismo o las condiciones socioeconómicas que deba afrontar la madre.

El problema en todo caso es de quienes impiden el desarrollo de una sociedad avanzada, al proteger a quienes se quedan anclados en el pasado y permiten que se profieran dicho tipo de menosprecios. Al igual que el problema es de aquellos que en la calle son políticamente correctos y en círculos íntimos descalifican o se muestran prejuiciosos.

Lo realmente vergonzante, por tanto, es que, en pleno siglo XXI, haya quien eduque a nuestro futuro en la competitividad y justifique su agresividad verbal, para defender su ignorancia y hacer prevalecer su posición de modo violento, en lugar de dejar en él la impronta de valores como la igualdad, la empatía o la tolerancia.

Ningún embarazo, ni adolescente, ni en solitario, puede ser jamás objeto de crítica, puesto que cualquier sociedad precisa de la natalidad y esta, sean cuales sean las circunstancias en las que se produzca, ha de ser apoyada económicamente por los gobiernos, dado que con cada nacimiento hasta el capitalista más inhumano sabe que se está generando un activo para el futuro.

Por tanto, la moción presentada por el PP, en su parte tolerable, es de mínimos; pero, además, agrede a la mujer y a la capacidad que la diferencia: la de ser madre, al considerar que esta puede ser un motivo para sentir vergüenza en lugar de algo a celebrar, a afrontar desde la responsabilidad y a apoyar desde las instituciones públicas, a las que compete defender los derechos de la mujer y de cualquier individuo.

Ante dicha moción, los socialistas subrayaron que las situaciones de riesgo están perfectamente contempladas y reguladas, por lo que afirmaron que carecía de sentido modificar la ley; algo que también es cómodo y objetable. Y, en su respuesta, el PP de Murcia arguyó:


Las conclusiones, en todo caso, son libres.

domingo, 13 de abril de 2014

Las cifras de la vergüenza

De nuevo nos dicen que el número de denuncias por violencia de género ha decrecido. Se trata de un dato que bien pudiera ser positivo si se correspondiese con un decrecimiento proporcional del número diario de personas que la sufren. Pero los otros datos, los de las muertes, nos dan cifras todavía más alarmantes que las que nos sonrojaron en años precedentes. Tanto es así que desde 2004 no se registraban cifras tan trágicas en un inicio de año como las cuantificadas en el primer trimestre de 2014. Así, mientras que en 2013 morían 54 mujeres a manos de sus parejas, en los tres primeros meses de este año el número de asesinadas ascendía ya a 21. No obstante, el número de denuncias que se situó en 342 diarias, según las estadísticas, ha descendido. En 2013, este decreció en un 2,8 por ciento; pero como se puede comprobar atendiendo a los otros datos, solo once de las 54 asesinadas en 2013 había presentado denuncia; al igual que solo seis de las 21 asesinadas hasta la fecha en 2014 había hecho lo esperable. Pero, pese a que España fue pionera hace diez años en la implantación de una Ley contra la Violencia de Género, lo cierto es que las víctimas de esta lacra son también víctimas de un sistema que se escuda en la crisis para restar eficacia a la lucha y ello hace que la sensación de desprotección sea atroz. Desde la aprobación de dicha ley, que actualmente se está revisando, se han producido en España 658 asesinatos, pero es que, además, el Ministerio del Interior estimó el pasado febrero que, en un país en el que en 2013 residían 23.933.397 mujeres, un total de 15.499 están en riesgo de sufrir violencia de género.

Es por ello que no solo es preciso revisar la norma, que según se avanza mejorará, entre otras cuestiones, el protocolo para determinar si la denunciante está en riesgo de sufrir nuevas agresiones y otorgará mayor poder a los juzgados, sino que también es urgente proveer de recursos suficientes a todos los agentes que intervienen en este tipo de procesos, a fin de garantizar la protección integral de la víctima y de las personas a su cargo. De lo contrario, seguirá incrementándose el número de personas que renuncian a seguir adelante con el proceso, un número que en 2013 se situó en 15.300 personas, lo que equivale al 12, 25 por ciento de los iniciados. No hay que olvidar, en este sentido, el hecho de que dada la actual situación, que dificulta todavía más el acceso al mercado laboral, hay quienes prefieren mantener una situación que, en cierto modo, consideran controlada a poner en riesgo la manutención de sus hijos. Y este miedo es también algo a atajar.

Es menester, además, hacer examen de conciencia cuando se alude a situaciones controladas, dado que buena parte de las víctimas ha crecido en entornos a partir de los que han ido interiorizando que los comportamientos de sumisión son los adecuados para evitar enojos y para garantizar la buena marcha de una relación. De hecho, a día de hoy todavía hay quienes responsabilizan principalmente a la mujer del bienestar de una pareja, animándola a reproducir acciones que nos escandalizan cuando las vemos plasmadas en papel pero que, a fin de cuentas, secundamos con frases hechas y con nuestro propio comportamiento. De este modo, la víctima llega a cuestionarse y, rota su autoestima, busca hallar en sí misma y en sus errores las claves que la han llevado a la situación de terror en la que vive.

A ello contribuyen las rémoras que arrastramos de una época en la que la mujer necesitaba de la autorización del marido para casi todo. Una época en la que, además, el matrimonio y la maternidad eran las únicas metas a las que aspirar y, por tanto, las únicas a proteger. No obstante, de ese germen de desigualdad surgió una generación nueva, una generación que clamó por la equiparación de derechos y obligaciones y por el compañerismo. El compromiso era, pues real, puesto que se creía en el amor mientras durase, en lugar de en un "hasta que la muerte nos separe". Pero, pese a lo ilusionantes que se presentaban los ochenta y a la insistencia en la educación en el respeto y en la igualdad, lo cierto es que a día de hoy manejamos otros datos que, sumados a los ya mencionados, resultan realmente desesperanzadores: se ha incrementado en un 4,8 por ciento el número de menores denunciados por violencia de género y se decretaron medidas contra 133 de los 151 encausados. Un vistazo por las redes sociales permite ver cómo los seres humanos se denigran entre sí y cómo dichas actitudes son socialmente aceptadas.

Algo, por tanto, seguimos haciendo mal.

En todo caso, en los órganos competentes en el ámbito de la violencia de género (Juzgados de Violencia sobre la Mujer, Juzgados de lo Penal y Audiencias Provinciales) se dictaron en 2013 un total de 47.144 sentencias, de las que un 60 por ciento fueron condenatorias y esta cifra también merece un análisis. Puede ser que haya casos en los que un culpable haya sido exonerado por falta de pruebas, pero también es cierto que hay quienes presentan denuncias falsas. Y esta es otra de las cuestiones que deben avergonzar a una sociedad que aspira a avanzar, pues esta irresponsabilidad no daña solo al culpado que, pese a la absolución, siempre quedará en entredicho, sino que dificulta la lucha contra la violencia de género real. Ante el descrédito propiciado por los comportamientos de quienes decían ser víctimas, las que sí sufren esta lacra son nuevamente agredidas por un sistema que les exige demostrar con contundencia un sufrimiento que ni ellas mismas quieren reconocer que padecen. No en vano, no todas las denuncias proceden de ellas, sino que en muchos casos son presentadas a partir de la intervención directa de la Policía (un 14,6 por ciento del total) o a partir de partes de lesiones (el 11,5 por ciento), según datos del Observatorio de la Violencia Doméstica y de Género, adscrito al Consejo General de Poder Judicial, relativos a 2013.

La lucha, por tanto, ha de centrarse tanto en la educación global como en la dotación de recursos para proteger, amparar y castigar; y, por supuesto, también en la persecución de quienes se valen del sistema para sus propios fines, denunciando crímenes cobardes de los que no han sido objeto, puesto que, pese a la reducción del número de denuncias, el terror cotidiano en el hogar sigue siendo un hecho en demasiados hogares.

miércoles, 22 de enero de 2014

Un dolor que no puede silenciarnos

Resulta extremadamente doloroso saber del horror y más cuando se produce cerca de ti. Y es que la semana pasada cené con una terrible noticia, una noticia que me costó días digerir, tantos como los que tardé en escribir estas líneas.

Una mujer y su madre habían sido asesinadas, presuntamente, por el marido de la primera. Sucedió a unos quince kilómetros de mi casa, en un pueblecito pequeño, en el que todos se conocen y en el que nadie pudo hacer nada por evitar el doble crimen.

Su autor confeso excusó su atrocidad tras la máscara de la desesperación. Las deudas le habían llevado, según dijo, a acabar con la vida de su esposa y de su suegra, pues, prosiguió, no quería preocuparlas. La excusa, cuando menos, resulta rocambolesca y, desde luego, no le exime de culpa, pero deja abiertas muchas dudas acerca de si la responsabilidad de ambas muertes debiera ser compartida también por los cómplices de la crisis, que ha llevado la ruina a miles de familias.

Además, lamentablemente, su argumentación podría ser la misma que emplean muchos violentos para justificar sus arrebatos; esos que derivan en el terror cotidiano de miles de víctimas que, sin que nos percatemos, pueblan nuestro día a día. Tal vez se sientan a nuestro lado en el autobús urbano, o coincidimos en la consulta de médico. O incluso nos las encontramos en la pescadería, esperando su turno; o nos saludan con prisas en el paseo, con la mirada algo gacha, como queriendo esquivar la nuestra, sin saber que ninguna mirada se para realmente en ellas, ninguna ve su dolor. Y es que nadie quiere ver lo que debiera avergonzar a una sociedad entera.

Y, si ya cuesta digerir una noticia así, una noticia de un doble asesinato, resulta todavía más complicado hacerlo cuando te acercas a una de las numerosas concentraciones de repulsa que tuvieron lugar en las jornadas siguientes. Allí compartes espacio y dolor con decenas de personas; personas que, en algún caso, incluso conocieron a las víctimas; personas que no solo les ponen nombre y apellidos, sino también rostro, voz, sonrisa... Y un nudo angosta tu estómago cuando a quien las describe se le quiebra la voz, a punto del llanto, bajo un cielo que, con nosotros, también llora.

La más joven era una mujer alegre, vital. Nada hacía presagiar un maltrato y menos aún un desenlace como el que tuvo.

Fue la segunda víctima.

A ella la esperó su verdugo. Estaba a punto de regresar.

Era maestra de escuela y, aunque su profesión no deja de ser un dato, un simple dato que no debiera siquiera trascender, sí ha de hacerlo, pues resulta extremadamente importante: prueba que nadie está a salvo, que este tipo de tragedias acechan a cualquiera, que no acaecen únicamente en marcos de marginalidad, como algunos pretendieron durante años hacernos creer.

Su marido, que adujo haberse dejado llevar por la desesperación, supo armarse de paciencia para, presuntamente, cometer ambos crímenes. Primero, supuestamente, acudió a casa de su suegra y, tras arrebatarle la vida, regresó a la suya, donde esperó a que su mujer llegase; una mujer que, según sus allegados, amaba profundamente a su marido; la mujer a la que un día él prometió amar.

Al parecer, tras el doble asesinato, pretendía suicidarse; pero no lo hizo.

Rara vez lo hacen.

Tras la noche, decidió dar parte a las autoridades y emprender la huída. Pero lo detuvieron, a poco más de cuarenta kilómetros del lugar en el que yacían sin vida su mujer y su suegra.

Y después... después llegó el luto; un luto que se extendió por toda una comarca; un luto que se prolongó mucho más allá de los tres días decretados de forma oficial; un luto que impidió incluso a alguna gente que apreciaba a las víctimas expresar sus condolencias. Y es que nadie quería creer que aquello fuese cierto, nadie quería decirles adiós, porque nadie espera, jamás, un final tan terrible para dos seres tan cercanos. Al menos, se consolaban algunos, no había nadie más en la vivienda. De ser así, especulaban, podría haber sido una auténtica masacre.

No obstante, hubo dos víctimas, dos mujeres a las que llorar y cuya muerte nos silenció a todos, y que, sin embargo, nos obliga a no callar.

Tras la tristeza y el desconcierto iniciales, empezaron las preguntas y los miedos. Y días después del suceso, la gente seguía hablando de la tragedia. Desconocidas me confesaban, por ejemplo, que les aterraba caminar solas por la calle tras la puesta del sol, pues, pese a que en la comarca el índice de criminalidad no es elevado, saben que la violencia machista no se limita únicamente al ámbito doméstico. Y es que un acto tan luctuoso y al tiempo tan irracional no deja a nadie indiferente. Más bien al contrario. Extiende el terror, que avanza paralelo al dolor y a la incomprensión.

Y, pese a que hay un autor confeso, nadie se siente a salvo estos días.

Pero, al grueso de la población, hay que sumar a quienes realmente no están a salvo. Es un hecho que hay miles de personas que no se limitan a temer, sino que sufren día a día el pánico diario a vivir su infierno o a protagonizar un acto criminal que suponga su fin. Y es que son muchas las que padecen agresiones diarias, que se han convertido en algo tan cotidiano como terrible. Pero a ellas se han unido las que han sido llevadas al límite por la insensatez del capital; esa que permite la quiebra de quien trabaja y la morosidad de quienes no quieren pagar sus deudas.

Me pregunto, por tanto, si podemos juzgar a un único culpable o si, además de al autor confeso, habría que condenar a quienes permiten el sufrimiento diario de miles de personas y a quienes racanean en ayudas para aquellos que son víctimas del terror en su propio hogar, al margen de las circunstancias que lo provocan.

domingo, 5 de enero de 2014

La información, cuando confunde

http://www.europapress.es/epsocial/igualdad-00328/noticia-mujeres-piden-tomar-cautela-caida-victimas-violencia-genero-2013-achacan-menos-denuncias-20140102171557.html

El titular es correcto, no hay lugar a dudas. Es preciso tener cautela y así lo expresamos todos, puesto que una caída en cuanto al número de víctimas de violencia de género es en sí misma una buena noticia, pero tras esta cifra se oculta la miseria. Y me explico, y se explican en el texto: la caída tiene que ver con el descenso también en el número de denuncias (que no de situaciones de maltrato vividas en el hogar) y con el decrecimiento en el de los procesos de separación o de divorcio emprendidos (dado que el maltratador, cuando tiene a su víctima a su merced, no quiere agotar el saco contra el que golpea sus mediocridad y, por tanto, rara vez la mata). Estos datos son consecuencia directa de la crisis, del encarecimiento de los procesos y del desamparo creciente por parte de quienes denuncian y que, en lugar de hallar protección, se encuentran con unos recursos económicos limitadísimos para llevar a cabo una protección que se adecue a sus necesidades básicas y, por tanto, se encuentran completamente expuestos a su agresor y a sus iras.

Pero, quien lea esta información desde una posición incorrecta entenderá que callarse y aguantar, como durante siglos nos enseñaron a las mujeres, es el mejor modo para esquivar a la muerte; y hablo de esta posibilidad, que a muchos nos parece inviable y aberrante, puesto que, como todos sabemos, hay quienes defienden la sumisión como la conducta idónea para ser una buena esposa y madre. Ejemplos tenemos, incluso en publicaciones recientes. Cásate y sé sumisa, que despertó una enorme polémica, no hace más que expresar el dogma de la iglesia a la que pertenece su autora. Por tanto, a ninguna practicante y a ningún practicante, debería sorprenderle lo expuesto por la periodista italiana Costanza Miriano. De hacerlo, serían desconocedores absolutos de lo que predica su iglesia o, simplemente, hipócritas.

Pero, desde luego, esas teorías, que tanto nos chirrían y que (para ella y para buena parte de la estructura jerárquica de esa iglesia multitudinaria) están todavía en boga, no son ni mucho menos aceptables, dado que atentan contra los derechos fundamentales del ser humano. Resignarse no es la solución; y mucho menos cuando la arbitrariedad de aquel al que se ha otorgado simbólicamente poder casi absoluto sobre la familia, implica maltrato psicológico o físico.

Puede que aceptar la situación y lavar los trapos sucios en casa, como se hacía antaño, sirva de parche a la sociedad, que, de este modo, tendrá mucho más fácil mirar para otro lado. No obstante, de un modo o de otro, muchos de los que la conforman han tenido que lidiar con un drama así o lo han visto de cerca; un drama que prefieren olvidar y que, al desechar de sus vidas, optan por considerar erradicado. Para secundar dicha creencia, no tienen más que ampararse en esos datos estadísticos que simplemente hablan de mortalidad, no de realidad, ni de sufrimiento diario. Datos estadísticos que les permiten creer que estamos en el buen camino, que las cifras son favorables, que algo se habrá hecho bien. Y, por ello, para muchas víctimas optar por el silencio es el recurso más fácil. No obstante, ese parche no cura, simplemente tapa la vergüenza y, con ella, las heridas, que no dejan de supurar.

No nos engañemos: callar nada soluciona y nada cura; pero, lamentablemente, tal y como están las cosas, denunciar tampoco; porque la protección prácticamente se ha desvanecido. No hay recursos para nada. Solo para acrecentar las riquezas de quienes jamás las perdieron y para humillar aun más al que en su día intentó medrar, según nos han contado y según creen algunos, por encima de sus posibilidades.
Pero reconfortados en nuestros míseros logros de supervivencia creemos que los derechos fundamentales son privilegios y renunciamos a ellos, olvidándonos de que quien calla a una persona maltratada nos está callando a todos, nos está reeducando en la sumisión y nos está preparando para aceptar cuanto dolor nos quieran infligir. Y esa conducta sumisa y servil ya está empezando a ser reproducida por centenares de adolescentes, que, sin saber muy bien por qué, han decidido erigirse en inferiores al varón y aplaudir comportamientos que las sometan.

Nos hemos cansado de hablar de la educación como clave y nos hemos convencido de que estábamos en el camino correcto, pero hemos fallado. Tanto hemos querido proteger a las nuevas generaciones de la historia y su devenir que estas son incapaces de comprender cuánto se ha luchado y cuánto se ha sufrido para lograr una posición como la que habíamos alcanzado y que día a día estamos perdiendo a pasos agigantados.

Por tanto, pese a que estamos agotados de tanto luchar y pese a que vemos como nuestros derechos son zarandeados hasta pasar a un segundo plano, hoy más que nunca es tiempo de volver a las trincheras y, desde ellas, iniciar de nuevo la contienda. Poquito a poco, pero con paso firme, habremos de lograr que nadie nos silencie y que nadie nos confunda con estadísticas que únicamente sirven para lavar conciencias. Los cuentos de hadas ya no nos sirven; y mucho menos cuando la princesa es servil y el príncipe no sabe de caballerosidad ni de respeto.