miércoles, 22 de enero de 2014

Un dolor que no puede silenciarnos

Resulta extremadamente doloroso saber del horror y más cuando se produce cerca de ti. Y es que la semana pasada cené con una terrible noticia, una noticia que me costó días digerir, tantos como los que tardé en escribir estas líneas.

Una mujer y su madre habían sido asesinadas, presuntamente, por el marido de la primera. Sucedió a unos quince kilómetros de mi casa, en un pueblecito pequeño, en el que todos se conocen y en el que nadie pudo hacer nada por evitar el doble crimen.

Su autor confeso excusó su atrocidad tras la máscara de la desesperación. Las deudas le habían llevado, según dijo, a acabar con la vida de su esposa y de su suegra, pues, prosiguió, no quería preocuparlas. La excusa, cuando menos, resulta rocambolesca y, desde luego, no le exime de culpa, pero deja abiertas muchas dudas acerca de si la responsabilidad de ambas muertes debiera ser compartida también por los cómplices de la crisis, que ha llevado la ruina a miles de familias.

Además, lamentablemente, su argumentación podría ser la misma que emplean muchos violentos para justificar sus arrebatos; esos que derivan en el terror cotidiano de miles de víctimas que, sin que nos percatemos, pueblan nuestro día a día. Tal vez se sientan a nuestro lado en el autobús urbano, o coincidimos en la consulta de médico. O incluso nos las encontramos en la pescadería, esperando su turno; o nos saludan con prisas en el paseo, con la mirada algo gacha, como queriendo esquivar la nuestra, sin saber que ninguna mirada se para realmente en ellas, ninguna ve su dolor. Y es que nadie quiere ver lo que debiera avergonzar a una sociedad entera.

Y, si ya cuesta digerir una noticia así, una noticia de un doble asesinato, resulta todavía más complicado hacerlo cuando te acercas a una de las numerosas concentraciones de repulsa que tuvieron lugar en las jornadas siguientes. Allí compartes espacio y dolor con decenas de personas; personas que, en algún caso, incluso conocieron a las víctimas; personas que no solo les ponen nombre y apellidos, sino también rostro, voz, sonrisa... Y un nudo angosta tu estómago cuando a quien las describe se le quiebra la voz, a punto del llanto, bajo un cielo que, con nosotros, también llora.

La más joven era una mujer alegre, vital. Nada hacía presagiar un maltrato y menos aún un desenlace como el que tuvo.

Fue la segunda víctima.

A ella la esperó su verdugo. Estaba a punto de regresar.

Era maestra de escuela y, aunque su profesión no deja de ser un dato, un simple dato que no debiera siquiera trascender, sí ha de hacerlo, pues resulta extremadamente importante: prueba que nadie está a salvo, que este tipo de tragedias acechan a cualquiera, que no acaecen únicamente en marcos de marginalidad, como algunos pretendieron durante años hacernos creer.

Su marido, que adujo haberse dejado llevar por la desesperación, supo armarse de paciencia para, presuntamente, cometer ambos crímenes. Primero, supuestamente, acudió a casa de su suegra y, tras arrebatarle la vida, regresó a la suya, donde esperó a que su mujer llegase; una mujer que, según sus allegados, amaba profundamente a su marido; la mujer a la que un día él prometió amar.

Al parecer, tras el doble asesinato, pretendía suicidarse; pero no lo hizo.

Rara vez lo hacen.

Tras la noche, decidió dar parte a las autoridades y emprender la huída. Pero lo detuvieron, a poco más de cuarenta kilómetros del lugar en el que yacían sin vida su mujer y su suegra.

Y después... después llegó el luto; un luto que se extendió por toda una comarca; un luto que se prolongó mucho más allá de los tres días decretados de forma oficial; un luto que impidió incluso a alguna gente que apreciaba a las víctimas expresar sus condolencias. Y es que nadie quería creer que aquello fuese cierto, nadie quería decirles adiós, porque nadie espera, jamás, un final tan terrible para dos seres tan cercanos. Al menos, se consolaban algunos, no había nadie más en la vivienda. De ser así, especulaban, podría haber sido una auténtica masacre.

No obstante, hubo dos víctimas, dos mujeres a las que llorar y cuya muerte nos silenció a todos, y que, sin embargo, nos obliga a no callar.

Tras la tristeza y el desconcierto iniciales, empezaron las preguntas y los miedos. Y días después del suceso, la gente seguía hablando de la tragedia. Desconocidas me confesaban, por ejemplo, que les aterraba caminar solas por la calle tras la puesta del sol, pues, pese a que en la comarca el índice de criminalidad no es elevado, saben que la violencia machista no se limita únicamente al ámbito doméstico. Y es que un acto tan luctuoso y al tiempo tan irracional no deja a nadie indiferente. Más bien al contrario. Extiende el terror, que avanza paralelo al dolor y a la incomprensión.

Y, pese a que hay un autor confeso, nadie se siente a salvo estos días.

Pero, al grueso de la población, hay que sumar a quienes realmente no están a salvo. Es un hecho que hay miles de personas que no se limitan a temer, sino que sufren día a día el pánico diario a vivir su infierno o a protagonizar un acto criminal que suponga su fin. Y es que son muchas las que padecen agresiones diarias, que se han convertido en algo tan cotidiano como terrible. Pero a ellas se han unido las que han sido llevadas al límite por la insensatez del capital; esa que permite la quiebra de quien trabaja y la morosidad de quienes no quieren pagar sus deudas.

Me pregunto, por tanto, si podemos juzgar a un único culpable o si, además de al autor confeso, habría que condenar a quienes permiten el sufrimiento diario de miles de personas y a quienes racanean en ayudas para aquellos que son víctimas del terror en su propio hogar, al margen de las circunstancias que lo provocan.

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