lunes, 12 de mayo de 2008

LAS RAICES DEL MAL. NOTAS SOBRE VIOLENCIA DE GÉNERO

[Presento para vuestra valoración este primer borrador de un texto al que le queda mucho por madurar, escuchar y contrastar. Espero vuestras opiniones. Gracias.]

0.
Indiferentes al endurecimiento de las leyes, a las campañas de sensibilización, a las manifestaciones de repulsa ciudadana o al aumento de las dotaciones y la especialización de policías, fiscales y jueces, la pesadilla de la violencia machista prosigue imperturbable, arrojando día sí y día también cadáveres de mujeres asesinadas a los titulares de prensa, sin que nada ni nadie parezca arrojarnos una luz definitiva sobre cómo comprender y afrontar este infernal ciclo de violencia homicida.

¿Estamos abordando el problema desde la perspectiva correcta? A estas alturas, ya va siendo hora de reconocer que no. Y que nuestro estupor y nuestra parálisis tienen un coste insoportable y creciente en sufrimiento y vidas humanas. Que nuestra impotencia es tan letal, y a largo plazo tan culposa, como la violencia de los asesinos, porque, para colmo de nuestra vergüenza, la cronificación del problema va relegándolo a las páginas interiores de los periódicos y la letra pequeña del discurso político, abriendo el camino para que cifras insoportables de este caudal oceánico de sufrimiento humano acaben siendo asumidas por la sociedad con la misma impasible naturalidad con que se asumen las bárbaras cifras de mortalidad en las carreteras o los tajos.

Decenas de mujeres (y en muchas ocasiones, también hombres, niños y niñas) mueren cada año de forma brutal a manos de agresores machistas. Otros muchos miles viven en un infierno de humillación, miedo y violencia encerrados en la miriada de pequeños, pero desmesuradamente horripilantes Guantánamos diseminados por nuestros pueblos y ciudades, en nuestros barrios, en nuestro mismo portal, en nuestro mismo patio de vecinos. La sociedad cierra los ojos o mira a otra parte, pero este holocausto cotidianizado impugna de raíz y por entero nuestro Estado de Derecho, incapaz de salvaguardar la vida y los derechos fundamentales de decenas de miles de sus ciudadanos.

Resulta más que evidente que hay que cambiar de paradigma. Una opción es dejar atrás toda hipocresía y reconocer de una vez por todas que los padecimientos y la vida de las decenas de miles de personas atacadas por esta plaga infame nos importan un rábano. La otra es asumir de una vez que es intolerable que, mientras tan cerca de nosotros (a veces, tan sólo los escasos centímetros del tabique que separa pisos contiguos) una conciudadana, o un completo núcleo familiar, viven en condiciones de esclavitud y tortura bajo la arbitraria brutalidad de un monstruoso nazismo doméstico, el resto de nosotros disfrutemos de nuestra libertad y apacigüemos nuestras conciencias confiando en el efecto de los melifluos discursos de los responsables políticos y las seguramente bienintencionadas, pero absolutamente ineficaces y ridículas iniciativas de las instituciones o los medios de comunicación.

1.
En sociedades tan complejas como la nuestra, son muy pocos los problemas que podemos abordar desde una perspectiva restringida a un restringido puñado de cifras, datos y causas aislados de su intrincado contexto. Hay que ampliar el campo hasta abrir nuestra comprensión a la naturaleza de procesos amplios, dotados de muchísimas facetas y sujetos a una miriada de condicionantes que se interrelacionan de una forma a veces sútil, subterránea, como subterráneas son las fuentes de las que mana el combustible que alimenta el horror de los campos de exterminio domésticos

Por ejemplo, rara vez se repara, y menos aún se pone el acento, en las posibles conexiones secretas que entrelazan este horror sangriento y brutal con la superficie límpida y brillante de la macroeconomía. Conocemos bien los efectos macroeconómicos y geopolíticos de aquel sistema económico que, con notable fortuna, la analista canadiense Naomi Klein ha bautizado como "capitalismo del desastre", un capitalismo en el que el ilimitado sufrimiento de muchos se ha convertido en una inagotable fuente de provecho para unos cuantos. Menos sabemos, porque mucho menos se habla, de los efectos de esta forma monstruosa de negocio en los individuos, en las relaciones interpersonales y familiares, en las estructuras éticas y culturales que de forma a veces inasible circulan a la vez que modifican las estructuras elementales de la convivencia social.

Pero... ¿no tendrá esta epidemia de nazismo doméstico algo que ver con ese sistema económico brutal, basado en una insaciable tendencia a la precariedad del empleo, la reducción de la renta de los trabajadores, el endurecimiento de las formas productivas y disciplinarias del trabajo, la corrosiva inseguridad en todos los planos de la existencia? ¿No nos permitiría este enfoque, además, una visión de conjunto que revelase las íntimas interrelaciones entre la violencia de género con las violencias, idénticamente crecientes, contra la infancia, contra los ancianos, contra las minorías sexuales o étnicas? ¿No entrelazaría en un mismo contínuo, en una misma deriva social, las violencias acontecidas en el hogar con las que simultáneamente se multiplican en los centros de trabajo, en los hospitales, en las escuelas y en los institutos o en los estadios de fútbol?

Claro que asusta abordar esta perspectiva. Pero cabe preguntarse si, pese al enorme reto intelectual, ético y político que nos plantea, es preferible seguir aferrandonos a esas anémicas y simplificadoras argumentaciones sobre el machismo residual de nuestras sociedades o el efecto perverso de la sobrecarga informativa de los medios de masas, mientras seguimos asistiendo a la vez pasmados y estremecidos a los sucesivos capítulos de esta masacre interminable.

Creo que no. Miremos de frente al problema. Miremos de frente a una sociedad sometida a un insoportable sufrimiento psíquico, cuya fuente principal es de naturaleza económica y colectiva, que de forma tan cotidiana como concienzuda exprime la capacidad productiva de los individuos a la vez que destroza su salud mental, abocándolos a la insatisfacción, la melancolía o, en los casos más extremos, la violencia. Miremos de frente la experiencia cotidiana del miedo y la humillación que se vive en los tajos, cuando las jornadas de trabajo se alargan indefinida y arbitrariamente, los sueldos ya de miseria son permanentemente renegociables a la baja y cualquier contrato de trabajo puede darse por extinguido sin previo aviso al final de la jornada por unos patronos que gracias a las sucesivas reformas laborales, las empresas de trabajo temporal y la completa inoperancia de los sindicatos y el Estado, han recuperado cuotas y formas de poder que poco tienen que envidiar a las del más siniestro feudalismo. Miremos de frente al empequeñecimiento o la extinción de la conciencia y los lazos de solidaridad de los que en otro tiempo se dotó, con enorme esfuerzo, la clase trabajadora. Miremos de frente la alienación embrutecedora de los medios de entretenimiento de masas, del consumo y el ocio programados que, sostenidos materialmente en las tecnologías más avanzadas, promueven hasta la extenuación estilos de vida y contenidos culturales y morales toscos, retrógrados e imbecilizantes.

¿Es posible que sea este sufrimiento generalizado, provocado por la penuria económica, por las condiciones laborales y el fantasma del desempleo, por la humillación, el miedo y la rabia contenida como interminables correlatos subyacentes a la jornada de trabajo, la fuente primigenia, estructural e inagotable de todas las violencias que luego se redistribuyen por el espacio social más allá de los límites del tajo, cuando una miriada de sujetos explotados y vejados son liberados al término de su jornada laboral con toda su frustración y su ira a cuestas, sin herramientas ni habilidades sociales o culturales que les permitan albergar la menor expectativa de cambio en sus penosas situaciones?

A diferencia de lo que ocurre con aquellas otras explicaciones coyunturales y monocausales que ya se han revelado como absolutamente inútiles a la hora de abordar este problema, no es fácil respaldar este enfoque multicausal y polifacético con datos estadísticos, aparentemente distantes y disímiles. Pero algunas cifras pueden resultar esclarecedoras.

Una de ellas es la escalofriante cantidad de 300.000 prostitutas que prestan hoy sus servicios en España y la progresiva juvenilización de su clientela. ¿Qué espeluznante degradación de los lazos afectivos y sexuales puede llevar a tantos millones de hombres españoles, muchos de ellos en plena juventud, a recurrir al afecto y el placer de pago? No se confunda este argumento con las mohosas moralinas de un catolicismo institucional que, a fin de cuentas, ha aportado una tradicionalmente fiel y generosa clientela al negocio del sexo. Al contrario, remite a una pérdida de la habilidad de seducir y la capacidad de dar y recibir placer entre individuos adultos y libres que, si con algo es contradictorio, es con el espíritu de emancipación afectivo-sexual que caracterizó ese histórico 1968 del que ahora se conmemora, con toda razón lánguida y melancólicamente, el cuadragésimo aniversario. Esa emancipación es hoy apenas un recurso a disposición de los publicistas y los guionistas televisivos, mientras los estratos mayoritarios de la sociedad permanecen estacionados en formas afectivo-sexuales pacatas y retrógradas. Quizás ese crecimiento elefantiásico del negocio del sexo expresa el igualmente creciente diferencial entre, por un lado, ese inagotable y omnipresente erotismo sugerido por los medios de masas o los escaparates comerciales y, por otro, las posibilidades reales de seducción y goce de individuos aplastados por jornadas de trabajo de 50, 60, 70 o más horas semanales y embrutecidos por una cultura primaria, triste y pobretona, siempre subsidiaria del frenético consumo material, y por unos lazos interpersonales fragilizados y descapitalizados hasta reducirse a poco más que comportamientos de consumo en grupo, ausentes de todo intercambio intelectual o compromiso ético cualificados.

Otra cifra interesante es la del creciente y desmesurado consumo de fármacos -analgésicos, opiaceos, ansiolíticos- destinados a la reducción de un estrés y una desazón que dejaron ya muy atrás de ser un poblema individual para convertirse en una auténtica patología colectiva, que no puede sino explicarse a partir de causalidades igualmente colectivas. Pero el caudal del tsunami de la violencia estructural es de tal magnitud que ni toda esa farmacopea legal -a cuyo consumo debe sumarse el recurso cada vez más extendido al de las nuevas drogas ilegales cada vez más potentes, del tipo del MDMA o la ketamina- logra reducir toda la agresividad que produce como efecto-rebote en los individuos que la padecen, y de la que se convierten en víctimas cuantos, en el entorno del agresor, carecen de la posibilidad de defenderse.

2.
Desde esta perspectiva, la explicación de la epidemia de nazismo doméstico basada en una problemática pervivencia del machismo residual queda descartada por parcial o insuficiente. Sin negar que ese sustrato de machismo se reavive a causa de una violencia estructural novedosamente omnímoda e irrestricta, debemos buscar explicaciones más complejas y abarcadoras. Quizás, la de nuevas divisiones de clase entre "víctimas fuertes" y "víctimas débiles" parecidas a las que podemos encontrar, por ejemplo, en los presidios, o en los momentos de pánico y tribulación que siguen a las grandes catástrofes. Mujeres físicamente más débiles, en demasiadas ocasiones peor preparadas para afrontar las penurias de un mercado laboral que además se rige por normas que reducen sus salarios y acentúan su dependencia de unidades familiares que nada preservan de su trasfondo afectivo-sexual y han quedado reducidas a poco más que unidades de supervivencia material para uno o ambos de sus componentes adultos y para la progenie, que se convierten en la sub-clase que, con su dominación afectiva y sexual y, llegados al cabo del problema, con su transformación en víctimas reparatorias individualizadas de la violencia estructural generada y padecida colectivamente, sacia a partir de las ocho de la tarde o durante el fin de semana la frustración, la desesperanza y la necesidad de autoafirmación de hombres explotados como animales de carga (o, por el contrario, sometidos a la devastadora experiencia del desempleo prolongado) y a los que se ha privado de una educación sexual, afectiva, humanística y política que les permita vislumbrar otros horizontes, construir otras alternativas (y, evidentemente, no hay que confundir esa educación con la mera y por lo general breve capacitación profesional que ofrecen las instituciones de enseñanza secundarias y superiores). Pero este papel no es privativo de la mujer en nuestra sociedad. Lo comparten, de modo igualmente creciente, las minorías sexuales y étnicas, los niños o los ancianos. El mismo nazismo doméstico se ejerce, no sólo sobre la mujer, sino sobre el conjunto de la unidad familiar, extendiéndose en ocasiones sus amenazas y su violencia fuera de sus límites hasta alcanzar a la familia y el resto del círculo afectivo de la mujer. Y encuentra el mejor acomodo social en conductas grupales tan extendidas como el acoso laboral y escolar, el hooliganismo futbolístico, el escuadrismo de los grupos xenófobos, más o menos estructurados e ideologizados, o el pandillerismo tribalizado de las subculturas delincuenciales.

Esta propuesta analítica del fenómeno de la violencia de género será sin duda impugnada en virtud de ese supuesto interclasismo del fenómeno al que a menudo aluden algunos expertos y estadísticas. Sin duda es imprescindible para el pensamiento domesticado aferrarse a las excepciones que denieguen esa verdad de Perogrullo que cualquier trabajador social, fiscal o policía (o nuestra propia y dolorosa experiencia personal) nos puede desvelar: que la violencia de género es ante todo y sobre todo una violencia de clase entre clases explotadas y desposeídas de seguridad económica y desarrollo intelectual, de madurez afectiva y libertad sexual, que reproduce a escala familiar las formas de sociabilidad degradas a relaciones de fuerza y dominio propias de las áreas de exclusión social extrema, las "zonas Mad Max" que se multiplican en las ubicuas periferias del capitalismo contemporáneo, pero también y cada vez más en los centros de trabajo o de enseñanza y con las propuestas políticas autoritarias, belicistas y racistas que ganan progresivamente cuotas de hegemonía cultural y representación electoral.

Sin duda, es más fácil seguir pergeñando inútiles campañas de sensibilización o endurecimientos de la legislación que bien poco afectan al comportamiento de los agresores. Porque para la alternativa que aquí se plantea, el alivio de la inhumana explotación de los individuos como unidades de trabajo y consumo y el empeño en la construcción de nuevas, más ricas y emancipadoras formas de subjetividad y sociabilidad, carecemos de herramientas. Así que de momento, nos aguarda todavía mucho mirar el dedo que señala a la luna, mucho electoralismo partidario, mucha pantomima solidaria en los platós televisivos y mucho, muchísimo, infinito dolor inflingido sobre las víctimas últimas del nazismo doméstico, de los miles de presos que permanecen recluídos en los Guantánamos íntimos y cotidianos con los que tantas veces compartimos calle, portal, patio y escalera.

Es muy triste reconocerlo abiertamente. Pero nuestra impotencia, nuestra vergüenza, nuestra complicidad silenciosa, como el horror que las provoca, van para largo.

Marat

7 comentarios:

Markesa Merteuil dijo...

Un problema acuciante es ese desinterés social, ese pensar que les pasa a otros. La falta de solidaridad en cualquier caso lleva a mirar a otro lado cuando vemos algo que nos incomoda e incluso a propiciar que eso que nos incomoda crezca.

Anónimo dijo...

Para ser sincera nunca me habia planteado que uno de los problemas hubiese sido el económico. Para mí, es un problema de educación e incluso mental. Puede que haya otros factores pero la verdad me sigue pareciendo uno de los grandes problemas que crece y crece y nadie hace nada.

Biquiños.

Markesa Merteuil dijo...

Es que precisamente por eso, porque crece y crece, hay que estudiarlo desde las más diversas ópticas. Desde luego, no es algo sencillo. Si fuese sencilla la solución y no la hubiésemos adoptado sería gravísimo. Si se trata de algo complejo (y por supuesto no atribuible a enfermedades psíquicas, o a atenuantes como el alcoholismo o la drogadicción, que aún es hoy el día en el que no entiendo por qué son atenuantes), debemos ponernos manos a la obra para erradicarlo. Y desde luego no nos debemos quedar en palabras hermosas y baldías. Para esa frivolización ya están los expertos en hablar sin decir nada. Esto es: la clase política. Nuestras palabras deben ser gritos, exigencias, aportaciones, reflexiones. Nuestras palabras deben decir, sobre todas las cosas, que no nos olvidamos de que esta lacra existe, que no hay opios que nos engatusen y nos hagan olvidar lo que nos subyuga.

Kim Basinguer dijo...

Me has puesto en tensión con tu análisis, pero tienes mucha razón en lo que cuentas.
Para mi es muy importante que tengamos agallas para "meternos en la vida del prójimo", y creo que las penas con pan...son menos.

Enrique García Ballesteros dijo...

Interesante el texto. Un par de apuntes: 1)aunque suelo estar de acuerdo con la perspectiva económica, éste es uno de esos pocos casos en que no creo que sea especialmente importante; está demostrado que no existe una vinculación directa entre el problema económico y los malos tratos, de hecho, países como Suecia o Dinamarca tienen índices de violencia doméstica parecidos o superiores a los nuestros y los ricos tratan tan mal a sus mujeres como los pobres. 2)Considero el tono del texto ineficaz, es decir, que la propia y admirable indignación genera un discurso excesivamente violento, y no estoy de acuerdo con el uso de expresiones sensacionalistas pero acientíficas como "nazismo doméstico". Os comprendo, pero hay cosas que no comparto. En todo caso, una voz más no viene mal. Gracias.

Anónimo dijo...

Increible este blog, lo unire al mio.

irene dijo...

La violencia de género, o cualquier otra clase de violencia, no tiene justificación.
Lo que no cabe duda es que el estrés, el paro, la impotencia de muchas personas marginadas, por una causa u otra, dan lugar a la rebeldía contra una sociedad injusta, a la amargura, al desaliento y van emponzoñando la personalidad de algunos, para mí, débiles de carácter, y los llevan a cometer la brutalidad de desahogarse con los más débiles.
Aunque la violencia, está en todos los ámbitos y en todas las clases sociales.
Termino como empecé, la violencia no tiene justificación y deberían endurecerse las penas.
Un abrazo Marat.